El Nitbus de Badalona, ya sabes, las noches laborales, las noches de baile, de fiesta y de celebraciones, las risas, las conversaciones intrascendentes, la noche, personas solitarias o acompañadas; afortunados los que en la noche vagan sigilosos por la ciudad, los que viajan en busca de un amor, los que llegan puntuales al trabajo, recuerda, el que se desplaza sin necesidad de buscar aparcamiento, el que desde una ventana puede dibujar coordenadas en el cielo, el que inventa utopías para volar. El autobús, el movimiento, las paradas, los chóferes, las farolas semidormidas, el latir incesante bombeando las entrañas ciudadanas.

Coger el autobús. Recorrer las calles y las avenidas, distinguir sus rutas y sus líneas, sus principios y sus finales; conocer al usuario, al vecino, al ciudadano, sus costumbres, sus horarios, sus risas o sus llantos, el humor de sufrimiento o de felicidad que abrigan sus anhelos. Y la mirada amable del conductor, bajo el uniforme amarillo y verde, dando la bienvenida, el recibimiento, el billete, el cambio exacto de monedas desgastadas, acogiendo en su matriz las huellas impresas de la vida, repartidas en cada cara, en cada gesto, cansancios, risas, silencios y bocas. El conductor y el viajero, compartiendo la velocidad de las estrellas, el comentario casual, el humor inesperado, la duración de un trayecto con fin.

Viajar en el autobús con una tarjeta de diez viajes en el bolsillo, con el peso de la vida, con la factura mortecina de la luz o la factura desbordada del agua, y los trabajadores vestidos de recortes, la juventud decaída sin empleo, algún anciano olvidado y algún que otro pasajero secuestrado del hogar. Todo un cuadro ciudadano, todo un mural de caras en el autobús regular, humanidad noctámbula, y la velocidad prudente del conductor, su agilidad en el recorrido, sus giros acompasados y su temple heroico conduciendo vidas de aquí para allá.

Llegar a tiempo a la parada, como todas las noches, abrir las puertas y dejar que los viajeros acomoden sus vidas y sus almas. Y en el retrovisor interior unos ojos, negros, grandes, callados. La noche cómplice en el cruce de unos ojos que se encuentran; en el olor resbaladizo del aroma femenino; en la música desertora de un móvil encendido; en el arranque tembloroso del viejo autobús. Miradas ámbar que se interrogan, miradas verdes que se descubren, miradas rojas que se intensifican, en un semáforo sin colores ni control.

Tic-tac-tic-tac. El reloj marca la medianoche y el conductor llega al final de su itinerario. Es su barrio, que difícil romper la magia que se ha fundido en sus miradas. La ve bajar del autobús, con prisa cenicienta, y observa como se alejan sus piernas cansadas de gozos y de bailes. Mañana estará aquí de nuevo, puntual, en el Nitbus, esperando volver a conducir la noche con sus ojos.

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